Para dar una tregua al desarrollo de los dioses olímpicos y, antes de continuar con Hades, comparto con ustedes fragmentos de uno de mis Cantos preferidos de la Ilíada: el Canto XXII, titulado "Muerte de Héctor", el cual reza así:
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(...)Así diciendo, Atenea, para engañarle, empezó a caminar. Cuando ambos
guerreros se hallaron frente a frente, dijo el primero el gran Héctor,
de tremolante casco:
—No huiré más de ti, oh hijo de Peleo, como hasta ahora. Tres veces di
la vuelta, huyendo, en torno de la gran ciudad de Príamo, sin atreverme
nunca a esperar tu acometida. Mas ya mi ánimo me impele a afrontarte ora
te mate, ora me mates tu. Ea pongamos a los dioses por testigos, que
serán los mejores y los que más cuidarán de que se cumplan nuestros
pactos: Yo no te insultaré cruelmente, si Zeus me concede la victoria y
logro quitarte la vida; pues tan luego como te haya despojado de las
magníficas armas, oh Aquileo, entregaré el cadáver a los aqueos. Obra tú
conmigo de la misma manera.
Mirándole con torva faz, respondió Aquileo, el de los pies ligeros: —
¡Héctor, a quien no puedo olvidar! No me hables de convenios. Como no es
posible que haya fieles alianzas entre los leones y los hombres, ni que
estén de acuerdo los lobos y los corderos, sino que piensan
continuamente en causarse daño unos a otros; tampoco puede haber entre
nosotros ni amistad ni pactos, hasta que caiga uno de los dos y sacie de
sangre a Ares, infatigable combatiente. Revístete de toda clase de
valor, porque ahora te es muy preciso obrar como belicoso y esforzado
campeón. Ya no te puedes escapar. Palas Atenea te hará sucumbir pronto,
herido por mi lanza, y pagarás todos juntos los dolores de mis amigos, a
quienes mataste cuando manejabas furiosamente la pica.
—¡Erraste el golpe, deiforme Aquileo! Nada te había revelado Zeus acerca
de mi destino como afirmabas: has sido un hábil forjador de engañosas
palabras, para que, temiéndote, me olvidara de mi valor y de mi fuerza.
Pero no me clavarás la pica en la espalda, huyendo de ti: atraviésame el
pecho cuando animoso y frente a frente te acometa, si un dios te lo
permite. Y ahora guárdate de mi broncínea lanza. ¡Ojalá que todo su
hierro se escondiera en tu cuerpo! La guerra sería más liviana para los
teucros si tú murieses, porque eres su mayor azote.
Así habló; y blandiendo la ingente lanza, despidióla sin errar el tiro;
pues dio un bote en el escudo del Pelida. Pero la lanza fue rechazada
por la rodela, y Héctor se irritó al ver que aquélla había sido arrojada
inútilmente por su brazo; paróse, bajando la cabeza pues no tenía otra
lanza de fresno y con recia voz llamó a Deífobo, el de luciente escudo, y
le pidió una larga pica. Deífobo ya no estaba a su vera. Entonces
Héctor comprendiólo todo, y exclamo:
—¡Oh! Ya los dioses me llaman a la muerte. Creía que el héroe Deífobo se
hallaba conmigo, pero está dentro del muro, y fue Atenea quien me
engañó. Cercana tengo la perniciosa muerte, que ni tardará ni puedo
evitarla. Así les habrá placido que sea, desde hace tiempo, a Zeus y a
su hijo, el Flechador; los cuales, benévolos para conmigo, me salvaban
de los peligros. Cumplióse mi destino. Pero no quisiera morir
cobardemente y sin gloria; sino realizando algo grande que llegara a
conocimiento de los venideros.
—¡Héctor! Cuando despojabas el cadáver de Patroclo, sin duda te
creíste salvado y no me temiste a mí porque me hallaba ausente. ¡Necio!
Quedaba yo como vengador, mucho más fuerte que él, en las cóncavas
naves, y te he quebrado las rodillas. A ti los perros y las aves te
despedazarán ignominiosamente, y a Patroclo los aqueos le harán honras
fúnebres.
Con lánguida voz respondióle Héctor, el de tremolante casco: —Te lo
ruego por tu alma, por tus rodillas y por tus padres: ¡No permitas que
los perros me despedacen y devoren junto a las naves aqueas! Acepta el
bronce y el oro que en abundancia te darán mi padre y mi veneranda
madre, y entrega a los míos el cadáver para que lo lleven a mi casa, y
los troyanos y sus esposas lo pongan en la pira.
Mirándole con torva faz, le contestó Aquileo, el de los pies ligeros:
—No me supliques, ¡perro!, por mis rodillas ni por mis padres. Ojalá el
furor y el coraje me incitaran a cortar tus carnes y a comérmelas
crudas. ¡Tales agravios me has inferido! Nadie podrá apartar de tu
cabeza a los perros, aunque me den diez o veinte veces el debido rescate
y me prometan más, aunque Príamo Dardánida ordene redimirte a peso de
oro; ni aun así, la veneranda madre que te dio a luz te pondrá en un
lecho para llorarte, sino que los perros y las aves de rapiña
destrozarán tu cuerpo.
Contestó, ya moribundo, Héctor, el de tremolante casco: — ¡Bien te
conozco, y no era posible que te persuadiese, porque tienes en el pecho
un corazón de hierro. Guárdate de que atraiga sobre ti la cólera de los
dioses, el día en que Paris y Febo Apolo te harán perecer, no obstante
tu valor, en las puertas Esceas.
Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los miembros y descendió al Hades, llorando su suerte, porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven. Y el divino Aquileo le dijo, aunque muerto le viera: —¡Muere! Y yo perderé la vida cuando Zeus y los demás dioses inmortales dispongan que se cumpla mi destino. Dijo; arrancó del cadáver la broncínea lanza y, dejándola a un lado, quitóle de los hombros las ensangrentadas armas.(...)
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Los invito a dejar su opinión sobre estos cantos y, si quieren, pueden también comentar cuál es su favorito, de haberlo.
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