Afrodita, Diosa del Amor

    Al parecer Afrodita (que los latinos identificaron como Venus) no es sino la diosa mesopotámica Ishtar, que entre fenicios se transformó en Astarté y que en definitiva simbolizaba a la Gran Madre común de la fertilidad. Divinidad pues de origen oriental (como otras), según la versión clásica no nació como el resto de sus compañeras de una unión sexual, sino que emergió de la espuma del mar fecundada por los órganos de la procreación de Urano cortados por Crono (aunque otra versión la hace hija de Zeus y de Dione).

    El mito tradicional relata que era tan bella la diosa al surgir de las aguas, que las Nereidas y Tritones y los demás habitantes del mar acudieron presurosos a contemplarla, rodeando su concha nacarada que era carro y cuna a la vez. Entonces el halago del aire puro, susurro del cielo azul, le arrancó un blando suspiro que repitió estremecido el universo. Las olas empezaron a mecerla dulcemente en caricias sin fin, el aire se hizo más leve y toda la naturaleza pareció regocijarse con la presencia de Afrodita. La consecuencia es lógica, porque solamente hasta aparecer la diosa fue cuando el mundo empezó a sentir las verdaderas palpitaciones del amor y la alegría de vivir.

    Empujada la frágil concha por el Céfiro y guiada por el cortejo acuífero divino, Afrodita alcanzó primero Citera y luego la costa de la isla de Chipre (cosa nada casual por ser zona de influencia de los antiguos fenicios). Entonces salió de la embarcación desnuda por completo; sus menudos pies acariciaban la arena de la playa, y como primera providencia cogió su hermosísima y larga cabellera y exprimió el agua salada que la empapaba. Las Horas, distribuidoras de la lluvia, la recibieron en Chipre como reina y se ofrecieron para ser las preceptoras de la diosa del amor. Una se encargó de velar sus dulces sueños y de despertarla suavemente, otra le enseñó a adornarse con naturalidad para cautivar a inmortales y mortales, otra le trajo cada día las primicias de los frutos de la tierra, y las demás le enseñaron ternura, prudencia, bondad y sobre todo humanidad, porque Afrodita será quizá la más humana de todas las divinidades.

    La fama, mensajera de Zeus, pregonó por todo el Olimpo las excelencias de la nueva diosa, y las divinidades masculinas por el deseo y las femeninas por malévola curiosidad quisieron conocer a la que había despertado tanta expectación. Las Horas perfumaron a sus pupila, colocaron en su preciosa cabeza una inmarchitable guirnalda de flores y le dieron el célebre ceñidor con el cual todos los que la contemplaran caerían rendidos de amor. Afrodita surcó los aires y se presentó en el Olimpo acompañada de sus fieles servidores Eros e Himeros, el Amor y el Deseo. La llegada de la diosa desbordó la expectación que había ocasionado y las aprobaciones entre los inmortales fueron unánimes. No así entre las demás diosas, que veían en la forastera una rival difícil de desbancar, en especial Hera y Atenea no pudieron evitar su inquietud y sus celos.

    El deseo prendió entre los dioses y de las frases galantes pasaron al atrevimiento; todos querían poseer a Afrodita aunque fuera legalmente, es decir casándose con ella; incluso el propio Zeus se atrevió a susurrarle palabras de amor... Sin embargo Afrodita era todavía muy joven e inexperta y además en medio se hallaba la altiva Hera, con la que por el momento era imposible competir. Zeus se dio cuenta de ello y, para evitar cualquier problema personal (siempre tendría tiempo de convertirla en su amante, aunque fuera su propia hija, pues este vínculo familiar no significaba gran cosa para el padre de los dioses) y cualquier desorden en el Olimpo por la posesión de Afrodita, decidió casarla con su hijo Hefesto, como premio a haberle forjado el rayo y construido el trono y un palacio abovedado con acero y metales nobles.


    De esta forma, Zeus hizo unir al más feo de los dioses (pero también uno de los más buenos y sabios) con la diosa más bella. Este matrimonio lo consideraríamos en términos actuales como un casamiento de Estado, un matrimonio de conveniencia, sin amor, que provocó muchas infidelidades en Afrodita y que sufrió siempre con mayor o menor resignación el buenazo de Hefesto.


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