Cuando las ánimas descendían al Tártaro, cuya entrada principal se halla en un bosque de álamos negros junto al océano, los familiares piadosos las proveen a todas con una moneda bajo la lengua del cadáver. Así pueden pagar a Caronte, el avaro que los transporta en su destartalada barca hasta el otro lado del Estigia. Este odioso río linda con el Tártaro por el lado occidental y tiene como tributarios el Aqueronte, el Flegetonte, el Cocito, el Aornis y el Lete. Las ánimas sin moneda tenían que esperar eternamente en la orilla cercana, a menos que eludieran a Hermes, su conductor, y se deslizaran por una entrada posterior como la del Ténaro laconio o la del Aornis tesproto. Un monstruoso can de tres cabezas -algunos dicen que cincuenta- llamado Cerbero guarda la otra orilla del Estigia, dispuesto a devorar a todos los intrusos vivos o a las ánimas fugitivas.
La primera región del Tártaro contiene los desolados Campos de Asfódelos, donde las almas de los héroes permanecen sin propósito alguno entre las multitudes de muertos menos distinguidos que se agitan como murciélagos, y donde sólo Orión tiene aún valor para cazar a los ciervos fantasmagóricos. Todos ellos preferirían vivir como esclavos de un campesino sin tierra antes que gobernar en todo el Tártaro. Su único deleite son las libaciones de sangre que les proporcionan los vivos, y cuando beben vuelven a sentirse casi como hombres otra vez. Más allá de estos páramos están el Érebo y el palacio de Hades y Perséfone. A la izquierda del palacio, a medida que uno se aproxima, un ciprés blanco da sombra al estanque de Lete, adonde acuden a beber las multitudes de ánimas comunes y corrientes. Las almas de los iniciados evitan estas aguas, y prefieren beber del estanque del Recuerdo, al que da sombra un álamo blanco, lo que les da cierta ventaja sobre sus compañeros. Cerca de allí, las ánimas recién llegadas son juzgadas diariamente por Minos, Radamantis y Éaco en el punto de confluencia de tres caminos. Radamantis juzga a los asiáticos y Éaco a los europeos; pero ambos dirigen los casos difíciles a Minos. A medida que se emite el veredicto, las ánimas se dirigen a uno de los tres caminos: el que conduce de vuelta a los Campos de Asfódelos, si el alma no es ni virtuosa ni mala; el que conduce a los campos de castigo del Tártaro, si es mala; y el que lleva a los jardines del Elíseo, si es virtuosa.
El Elíseo, gobernado por Crono, se encuentra cerca de los dominios de Hades, estando su entrada próxima al estanque del Recuerdo, aunque no forma parte de ellos; es una tierra feliz donde el día es eterno, sin frío ni nieve, en la cual nunca cesan los juegos, la música y las fiestas, y donde sus habitantes pueden decidir renacer en la tierra siempre que les plazca. Cerca están las Islas de los Bienaventurados, reservadas para aquellos que han encarnado tres veces y tres veces han merecido el Elíseo. Pero algunos dicen que aún hay otra isla de los Bienaventurados llamada Lauce, en el Mar Negro, frente a la desembocadura del Danubio, arbolada y llena de animales, salvajes y domésticos, donde las almas de Helena y Aquiles celebran grandes festejos y recitan los versos de Homero a los héroes que han participado en los famosos acontecimientos relatados por él.
Hades, feroz y celoso de sus derechos, jamás visita el aire superior, excepto cuando sale a negociar o cuando es presa de un arrebato súbito de lujuria. En una ocasión deslumbró a la ninfa Mente con el esplendor de su carro de oro y sus cuatro caballos negros, y la habría seducido sin mayor dificultad de no haber sido porque la reina Perséfone apareció justo a tiempo y metamorfoseó a la ninfa en la perfumada planta de menta. En otra ocasión Hades intentó violar a la ninfa Leuce, que fue igualmente metamorfoseada y es el álamo blanco que se yergue junto al estanque del Recuerdo. El solitario dios y soberano del mundo subterráneo prohíbe escapar a sus súbditos, y son pocos los que visitan el Tártaro y siguen con vida para describirlo, lo que le hace el más odiado de todos los dioses.
Hades nunca sabe lo que ocurre en el mundo de arriba, o en el Olimpo, salvo por algunas informaciones fragmentadas que le llegan cuando los mortales golpean con sus manos en la tierra y le invocan con juramentos y maldiciones. Su más preciada posesión es el yelmo que le hace invisible, regalado como símbolo de gratitud por los Cíclopes cuando accedió a liberarlos por orden de Zeus. Todas las riquezas, gemas y metales preciosos escondidos bajo tierra son suyos, pero carece de propiedades en el mundo superior, a excepción de unos cuantos templos tétricos en Grecia y posiblemente un rebaño de ganado vacuno en la isla de Eriteya que, según algunos, pertenece en realidad a Helio.
Sin embargo, la hermosa reina Perséfone puede ser benigna y misericordiosa. Es fiel a Hades, pero no le ha dado hijos y prefiere la compañía de Hécate, diosa de las brujas, a la de él. El propio Zeus respeta tanto a Hécate que nunca le deniega la antigua facultad de la que ha gozado siempre: conceder o negar a los mortales cualquier don que deseen. Tiene tres cuerpos y tres cabezas: de león, perro y yegua.
Tisífone, Alecto y Mégera, las Erinias o Furias, viven en el Érebo y son más antiguas que Zeus o cualquier otra deidad del Olimpo. Su tarea consiste en escuchar las quejas que presentan los mortales contra la insolencia de los jóvenes con los ancianos, de los hijos con los padres, de los anfitriones con sus huéspedes y de los amos o ayuntamientos con los suplicantes, y castigar esos delitos acosando a los culpables implacablemente, sin descanso ni pausa, de ciudad en ciudad y de país en país. Estas Erinias son viejas, tienen serpientes en lugar de cabellos, cabezas de perro, cuerpos negros como el carbón, alas de murciélago y los ojos inyectados en sangre. En sus manos llevan látigos rematados en tachones de metal, y sus víctimas mueren durante el tormento. Es una imprudencia mencionar su nombre en una conversación, de ahí que normalmente se les denomine con el apelativo de Euménides, que significa "las amables", del mismo modo que a Hades se le llama Plutón o Pluto, "el rico".
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