Pigmalión reinaba en la isla de Chipre consagrado al bien de su pueblo, dedicando su tiempo libre a esculpir bellísimas obras de arte. Ni las mujeres, ni los placeres materiales le atraían, de forma que ni siquiera se había preocupado por tomar esposa para asegurar su descendencia. Sus criados y amigos sabían que trabajaba en su taller hasta altas horas de la noche y una tras otra salían de su martillo y cincel estatuas y más estatuas, de las cuales quien las contemplaba afirmaba que sólo les faltaba la vida.
Cierto día Pigmalión se empeñó en crear una estatua femenina de una perfección y belleza tal como nunca había salido de sus manos. Mientras trabajaba se fue entusiasmando más y más, como si deseara insuflar su propio corazón en ella. Lentamente las formas más exquisitas de una doncella fueron haciendo su aparición. Sus labios parecían entreabrirse, esbozando las más cautivadoras de las sonrisas, los ojos casi centelleaban y los dedos delicadamente torneados eran aptos para la mejor de las caricias. Cuando terminó su obra maestra, Pigmalión quedó tan cautivado que la vistió con las mejores galas, la cubrió de las más hermosas flores y de las joyas más preciadas, y terminó por darle un nombre: Galatea.
No satisfecho todavía, fue dando nuevos y primorosos toques a su estatua que aumentaron más y más su belleza. Finalmente, el monarca escultor perplejo se dio cuenta de que se había enamorado perdidamente de su obra. Días después y con ocasión de las fiestas anuales que los chipriotas dedicaban a Afrodita, éstos oyeron atónitos una extraña súplica de su no menos querido, honrado y juicioso soberano:
Lleno de fe, en cuanto terminaron las ofrendas el rey corrió a su taller esperando que su ruego hubiese sido atendido y deseoso de asistir cuanto antes al prodigio. Y así fue en efecto. Un delicado rubor tiñó las mejillas de Galatea, sus maravillosos ojos iniciaron un pícaro parpadeo y su túnica inició un casi imperceptible movimiento. Lentamente, la estatua comenzó a respirar. La doncella se volvió hacia su autor con la más dulce de las sonrisas y le tendió cariñosamente la mano para que la ayudara a bajar del pedestal."¡Oh bondadosa Afrodita, que otorgas vida y amor a todos los que confían en ti, concédeme la gracia de derramar tus dones sobre Galatea para que pueda adorarla como un ser humano más!"
Pigmalión la acogió con inmensa ternura y le preguntó si deseaba ser la reina de Chipre, a lo que Galatea contestó: "Con ser tu esposa me conformo".
Las bodas de ambos enamorados fueron fastuosas y como invitada de honor figuró, por supuesto, Afrodita, que adoptó forma mortal para asistir a la ceremonia y banquete posterior, no sabiendo discernir los acompañantes cuál de las dos bellezas era superior, si la de la novia o la de la propia diosa. Lo cierto es que los chipriotas, que ya desesperaban de la soltería de su soberano, se llenaron de alegría con el matrimonio de su idolatrado monarca y ambos esposos vivieron un feliz y próspero reinado, agraciado con una gloriosa descendencia, de forma que ni en vida de Pigmalión y Galatea, ni en la de sus sucesores, nunca faltaron ofrendas en el templo de Afrodita, que desde su nacimiento sentía una predilección especial por aquella isla.
El mito de Pigmalión y Galatea ha sido repetido una y otra vez con variantes por la literatura de todos los tiempos y países. Porque cuando se ponen los cinco sentidos en la realización de un proyecto ¿quién no termina enamorándose de su propia obra? En la época contemporánea, el inglés George Bernard Shaw (Premio Nobel de Literatura en 1925) escribió una original versión del relato, adaptándolo a nuestro presente.
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