Ártemis, hermana de Apolo, va armada con arco y flecha, y como él, posee el poder de enviar plagas o la muerte súbita a los mortales, así como de curarlos. Es la protectora de los niños pequeños y de todos los animales en el período de lactancia, pero también adora la caza, sobre todo de venados.
Cuando tenía sólo tres años de edad, estando un día sentada en las rodillas de su padre Zeus, éste le preguntó qué regalos deseaba. Ártemis respondió sin dudar: «Te ruego que me concedas la eterna virginidad, y me des tantos nombres como tiene mi hermano Apolo, un arco y flechas como las suyas, el don de traer la luz, una túnica de caza color azafrán con un borde rojo que me llegue hasta las rodillas; sesenta ninfas jóvenes oceánicas, todas de la misma edad, para que sean mis damas de honor; veinte ninfas fluviales de la cretense Amnisos para que cuiden de mis borceguíes y alimenten a mis sabuesos cuando no salgan a cazar; todas las montañas del mundo; y finalmente, cualquier ciudad que elijas para mí, pero con una será suficiente, porque es mi intención vivir en las montañas el mayor tiempo posible. Desgraciadamente, las parturientas me invocarán muchas veces, ya que mi madre Leto me llevó en su seno y me parió sin dolores, y las Parcas me han hecho patrona del parto».
Se estiró para tocar la barba de Zeus y él sonrió orgulloso, diciendo: «¡Con hijas como tú, no tengo por qué temer la ira celosa de Hera! Tendrás todo eso y más: no una, sino treinta ciudades, y una parte será tuya en muchas otras, en las islas y en tierra firme. Y desde ahora te nombro guardiana de sus puertos y caminos».
Ártemis le dio las gracias, saltó de sus rodillas y se dirigió primeramente al monte Leuco en Creta y después al océano, donde eligió a numerosas ninfas de nueve años de edad como asistentes suyas, a las que sus madres dejaron ir complacidas. Por invitación de Hefesto fue luego a visitar a los Cíclopes en la isla de Lipara y les encontró forjando una gamella encargada por Poseidón. Brontes, que había recibido órdenes de complacerla en todos sus deseos, la sentó en sus rodillas, pero ella, incómoda, le arrancó un mechón de pelo del pecho, dejándole una calva hasta el día de su muerte. Las ninfas estaban aterradas por la salvaje apariencia de los Cíclopes y el ruido de la fragua -y bien podían estarlo, pues siempre que una niña era desobediente su madre la amenazaba con mandarle a Brontes, Arges o Estéropes-. Pero Ártemis les dijo sin ningún reparo que abandonaran por un instante la gamella de Poseidón y le hicieran un arco de plata con una aljaba llena de flechas, a cambio de lo cual ella les daría para comer la primera presa que cazara. Con sus nuevas armas se fue a Arcadia, donde Pan estaba ocupado descuartizando un lince para dar de comer a sus perras y sus cachorros. Le dejó a Ártemis tres sabuesos de orejas caídas, dos abigarrados y uno moteado, que juntos eran capaces de arrastrar leones vivos hasta sus perreras, y siete veloces galgos de Esparta.
Tras haber capturado vivas a dos parejas de ciervas, las enganchó a un carro de oro con embocaduras del mismo metal y puso rumbo al norte por el monte Hemo de Tracia. En el Olimpo misio se fabricó su primera antorcha de pino y la encendió con las pavesas de un árbol derribado por un rayo. Cuatro veces probó su arco de plata: los dos primeros blancos fueron árboles; el tercero, un animal salvaje; el cuarto, una ciudad de hombres injustos.
Luego regresó a Grecia, donde las ninfas amisias desuncieron a sus ciervas, las almohazaron, las alimentaron con el trébol que crece al instante en la dehesa de Hera, del cual comían también los corceles de Zeus, y les dieron de beber en abrevaderos de oro.
Una vez, el dios fluvial Alfeo, hijo de Tetis, tuvo la osadía de enamorarse de Ártemis y perseguirla por toda Grecia. Pero ella llegó a Letrini, en Élide (algunos dicen incluso que hasta la lejana isla de Ortigia, cerca de Siracusa), donde se embadurnó la cara y la de todas sus ninfas con lodo blanco para que nadie la distinguiera entre ellas. Alfeo se vio obligado a abandonar, siendo objeto de risas burlonas.
Ártemis exigía a sus damas la misma castidad que practicaba ella. Cuando Zeus sedujo a una de ellas, Calisto, hija de Licaón, Ártemis se dio cuenta de que estaba embarazada. La transformó en una osa y llamó a la jauría, que la habría perseguido hasta destrozarla de no ser porque Zeus la llevó al cielo, poniendo después su imagen entre las estrellas. Pero otros dicen que fue el mismo Zeus quien transformó a Calisto en osa, y que la celosa Hera hizo que Ártemis la cazara por error. El hijo de Calisto, Arcas, fue salvado, y se convirtió en el antepasado de los arcadios.
En otra ocasión Acteón, hijo de Aristeo, estaba apoyado en una roca cerca de Orcómenes cuando por casualidad vio que Ártemis estaba bañándose en un arroyo cercano, y se quedó mirándola. Para evitar que se le ocurriera jactarse ante sus compañeros de que ella se había mostrado desnuda en su presencia, lo convirtió en ciervo e hizo que lo despedazara su jauría de cincuenta sabuesos.
Cuando tenía sólo tres años de edad, estando un día sentada en las rodillas de su padre Zeus, éste le preguntó qué regalos deseaba. Ártemis respondió sin dudar: «Te ruego que me concedas la eterna virginidad, y me des tantos nombres como tiene mi hermano Apolo, un arco y flechas como las suyas, el don de traer la luz, una túnica de caza color azafrán con un borde rojo que me llegue hasta las rodillas; sesenta ninfas jóvenes oceánicas, todas de la misma edad, para que sean mis damas de honor; veinte ninfas fluviales de la cretense Amnisos para que cuiden de mis borceguíes y alimenten a mis sabuesos cuando no salgan a cazar; todas las montañas del mundo; y finalmente, cualquier ciudad que elijas para mí, pero con una será suficiente, porque es mi intención vivir en las montañas el mayor tiempo posible. Desgraciadamente, las parturientas me invocarán muchas veces, ya que mi madre Leto me llevó en su seno y me parió sin dolores, y las Parcas me han hecho patrona del parto».
Se estiró para tocar la barba de Zeus y él sonrió orgulloso, diciendo: «¡Con hijas como tú, no tengo por qué temer la ira celosa de Hera! Tendrás todo eso y más: no una, sino treinta ciudades, y una parte será tuya en muchas otras, en las islas y en tierra firme. Y desde ahora te nombro guardiana de sus puertos y caminos».
Ártemis le dio las gracias, saltó de sus rodillas y se dirigió primeramente al monte Leuco en Creta y después al océano, donde eligió a numerosas ninfas de nueve años de edad como asistentes suyas, a las que sus madres dejaron ir complacidas. Por invitación de Hefesto fue luego a visitar a los Cíclopes en la isla de Lipara y les encontró forjando una gamella encargada por Poseidón. Brontes, que había recibido órdenes de complacerla en todos sus deseos, la sentó en sus rodillas, pero ella, incómoda, le arrancó un mechón de pelo del pecho, dejándole una calva hasta el día de su muerte. Las ninfas estaban aterradas por la salvaje apariencia de los Cíclopes y el ruido de la fragua -y bien podían estarlo, pues siempre que una niña era desobediente su madre la amenazaba con mandarle a Brontes, Arges o Estéropes-. Pero Ártemis les dijo sin ningún reparo que abandonaran por un instante la gamella de Poseidón y le hicieran un arco de plata con una aljaba llena de flechas, a cambio de lo cual ella les daría para comer la primera presa que cazara. Con sus nuevas armas se fue a Arcadia, donde Pan estaba ocupado descuartizando un lince para dar de comer a sus perras y sus cachorros. Le dejó a Ártemis tres sabuesos de orejas caídas, dos abigarrados y uno moteado, que juntos eran capaces de arrastrar leones vivos hasta sus perreras, y siete veloces galgos de Esparta.
Tras haber capturado vivas a dos parejas de ciervas, las enganchó a un carro de oro con embocaduras del mismo metal y puso rumbo al norte por el monte Hemo de Tracia. En el Olimpo misio se fabricó su primera antorcha de pino y la encendió con las pavesas de un árbol derribado por un rayo. Cuatro veces probó su arco de plata: los dos primeros blancos fueron árboles; el tercero, un animal salvaje; el cuarto, una ciudad de hombres injustos.
Luego regresó a Grecia, donde las ninfas amisias desuncieron a sus ciervas, las almohazaron, las alimentaron con el trébol que crece al instante en la dehesa de Hera, del cual comían también los corceles de Zeus, y les dieron de beber en abrevaderos de oro.
Una vez, el dios fluvial Alfeo, hijo de Tetis, tuvo la osadía de enamorarse de Ártemis y perseguirla por toda Grecia. Pero ella llegó a Letrini, en Élide (algunos dicen incluso que hasta la lejana isla de Ortigia, cerca de Siracusa), donde se embadurnó la cara y la de todas sus ninfas con lodo blanco para que nadie la distinguiera entre ellas. Alfeo se vio obligado a abandonar, siendo objeto de risas burlonas.
Ártemis exigía a sus damas la misma castidad que practicaba ella. Cuando Zeus sedujo a una de ellas, Calisto, hija de Licaón, Ártemis se dio cuenta de que estaba embarazada. La transformó en una osa y llamó a la jauría, que la habría perseguido hasta destrozarla de no ser porque Zeus la llevó al cielo, poniendo después su imagen entre las estrellas. Pero otros dicen que fue el mismo Zeus quien transformó a Calisto en osa, y que la celosa Hera hizo que Ártemis la cazara por error. El hijo de Calisto, Arcas, fue salvado, y se convirtió en el antepasado de los arcadios.
En otra ocasión Acteón, hijo de Aristeo, estaba apoyado en una roca cerca de Orcómenes cuando por casualidad vio que Ártemis estaba bañándose en un arroyo cercano, y se quedó mirándola. Para evitar que se le ocurriera jactarse ante sus compañeros de que ella se había mostrado desnuda en su presencia, lo convirtió en ciervo e hizo que lo despedazara su jauría de cincuenta sabuesos.
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