Cuando Helena, la bella hija de Leda, llegó al estado de mujer en el palacio de su padre adoptivo Tindáreo en Esparta, todos los príncipes de Grecia se presentaron con valiosos regalos como pretendientes, o enviaron parientes para representarlos. Diomedes, quien acababa de obtener su victoria en Tebas, se hallaba allí con Áyax, Teucro, Filoctetes, Idomeneo, Patroclo, Menesteo y otros muchos. También fue Odiseo, pero con las manos vacías, porque no tenía la menor probabilidad de buen éxito, pues aunque los Dioscuros, hermanos de Helena, deseaban que ésta se casase con Menesteo de Atenas, Odiseo sabía que se la darían al príncipe Menelao, el más rico de los aqueos, representado por el poderoso yerno de Tindáreo, Agamenón.
Tindáreo no despidió a ninguno de los pretendientes, pero, por otra parte, tampoco aceptó ninguno de los regalos, pues temía que su parcialidad por cualquiera de los príncipes provocara peleas entre los demás. Odiseo le preguntó un día: «Si te digo cómo pueden evitar una querella, ¿me ayudarás, en cambio, a casarme con Penélope, la hija de Icario?» «Trato hecho», contestó Tindáreo. «Entonces —continuó Odiseo— mi consejo es éste: insiste en que todos los pretendientes de Helena juren defender al marido elegido por ella contra quienquiera que se sienta ofendido por su buena suerte.» Tindáreo convino en que ése era un procedimiento prudente. Después de sacrificar un caballo y de descuartizarlo, hizo que cada uno de los pretendientes se colocase sobre los pedazos sangrientos y repitiese el juramento que Odiseo había formulado; luego enterraron los pedazos en un lugar al que se sigue llamando «La Tumba del Caballo».
No se sabe si fue el propio Tindáreo quien eligió al marido de Helena o si ella declaró su preferencia coronándole con una guirnalda. De todos modos se casó con Menelao, quien llegó a ser rey de Esparta después de la muerte de Tindáreo y de la deificación de los Dioscuros. Pero su matrimonio estaba condenado al fracaso: años antes, mientras hacía sacrificios a los dioses, Tindáreo se había olvidado tontamente de Afrodita, quien se vengó jurando que haría a sus tres hijas —Clitemestra, Timandra y Helena— célebres por sus adulterios.
Menelao tuvo una hija con Helena y la llamó Hermíone; sus hijos eran Etiolao —de quien pretende descender la familia persa de los Morrafio— y Plístenes. Una esclava etolia llamada Pieris dio más tarde a Menelao dos mellizos bastardos: Nicóstrato y Megapentes.
Se ha preguntado por qué Zeus y Temis proyectaron la guerra de Troya. ¿Fue para hacer famosa a Helena por haber embrollado a Europa y Asia? ¿O para exaltar a la raza de los semidioses y al mismo tiempo hacer menos densas las tribus populosas que oprimían la superficie de la Madre Tierra? Sus motivos tienen que seguir siendo oscuros, pero ya habían tomado la decisión cuando Éris arrojó una manzana de oro en la que estaban inscritas estas palabras: «Para la más bella», en la boda de Peleo y Tetis. Zeus Omnipotente no quiso decidir la subsiguiente disputa entre Hera, Atenea y Afrodita y dejó que Hermes llevara a las diosas al monte Ida, donde Paris, el hijo perdido de Príamo, actuaría como arbitro.
Ahora bien, poco antes del nacimiento de Paris había soñado Hécabe que daba a luz un haz de leña del que salían retorciéndose innumerables serpientes de fuego. Se despertó gritando que la ciudad de Troya y los bosques del monte Ida ardían. Príamo consultó inmediatamente con su hijo Ésaco, el adivino, quien anunció: «¡El niño que está a punto de nacer será la ruina de nuestro país! Te ruego que te deshagas de él.»
Pocos día después Ésaco hizo otro anuncio: «La troyana de la casa real que hoy dé a luz un niño debe ser destruida, y también su hijo». Por consiguiente Príamo mató a su hermana Cila y su hijo Munipo, nacido esa mañana misma de su unión secreta con Timete, y los enterró en el recinto sagrado de Tros. Pero Hécabe había dado a luz un hijo antes del anochecer y Príamo perdonó a ambos la. vida, aunque Herófila y otros adivinos instaron a Hécabe a que matara por lo menos al niño. Ella no pudo decidirse a hacerlo, y al final convencieron a Príamo para que llamara al jefe de sus pastores, un tal Agelao, y le confiara la tarea. Agelao, demasiado bondadoso para emplear una cuerda o una espada, abandonó al recién nacido en el monte Ida, donde le amamantó una osa. Cuando volvió cinco días después, Ageleao quedó pasmado ante el portento y llevó al niño a su casa en un zurrón —de aquí el nombre de «Paris»— para criarlo juntamente con su propio hijo recién nacido y le llevó a Príamo una lengua de perro como prueba de que había obedecido su orden. Pero algunos dicen que Hécabe sobornó a Agelao para que no matara a Paris y ocultara el secreto a Príamo.
La noble alcurnia de Paris se puso pronto de manifiesto gracias a su belleza, su inteligencia y su fuerza sobresalientes: cuando era poco más que un niño venció a una cuadrilla de ladrones de ganado y recuperó las vacas que habían robado, por lo que mereció el sobrenombre de Alejandro. Aunque no era más que un esclavo en esa época, Paris fue el amante preferido de Enone hija del río Éneo, una ninfa de las fuentes. Rea le había enseñado el arte de la profecía y Apolo el de la medicina mientras trabajaba como pastor de Laomedonte. Paris y Enone solían cuidar sus rebaños y cazar juntos y él grababa su nombre en la corteza de las hayas y los álamos. Su principal diversión consistía en hacer que los toros de Agelao lucharan entre ellos; coronaba al vencedor con flores y al perdedor con paja. Cuándo un toro comenzó a vencer continuamente, Paris lo enfrentó con los campeones de los rebaños de sus vecinos, a todos los cuales venció. Por fin ofreció poner una corona de oro en los cuernos del toro que pudiese vencer al suyo. Por broma, Ares se transformó en toro y ganó el premio. Paris entregó sin vacilar la corona a Ares, lo que sorprendió y complació a los dioses que observaban desde el Olimpo, y ése fue el motivo de que Zeus lo eligiese como arbitro entre las tres diosas.
Cuidaba su ganado en el monte Gárgaro, la cumbre más alta del Ida, cuando Hermes, acompañado por Hera, Atenea y Afrodita, le entregó la manzana de oro y el mensaje de Zeus: —Paris, puesto que eres tan bello como sabio en los asuntos del corazón, Zeus te ordena que juzgues cuál de estas diosas es la más bella. Paris aceptó la manzana dudosamente y contestó: —¿Cómo puede un simple pastor como yo hacerse arbitro de la belleza divina? Dividiré la manzana entre las tres.
—No, no, no puedes desobedecer a Zeus Omnipotente —se apresuró a replicar Hermes—. Tampoco estoy autorizado para aconsejarte. ¡Utiliza tu inteligencia natural!
—Así sea —suspiró Paris—. Pero antes ruego que las perdedoras no se ofendan conmigo. Sólo soy un ser humano, expuesto a cometer los errores más estúpidos.
Las diosas convinieron en acatar su decisión.
—¿Bastará con juzgarlas tal como están —preguntó Paris a Hermes— o deberán desnudarse?
—Tú debes decidir las reglas de la competencia —contestó Hermes con una sonrisa discreta.
—En ese caso, ¿tendrán la bondad de desnudarse?
Hermes dijo a las diosas que lo hicieran y él se volvió cortésmente.
Afrodita no tardó en estar lista, pero Atenea insistió en que debía quitarse su famoso ceñidor mágico que le daba una ventaja injusta, pues hacía que todos se enamoraran de quien lo llevaba. —Está bien —dijo Afrodita con rencor—, lo haré con la condición de que tú te quites tu yelmo, pues estás espantosa sin él.
—Ahora, si no tenéis inconveniente, os juzgaré una por una —anunció Paris— para evitar discusiones perturbadoras. ¡Ven, divina Hera! ¿Tendrán las otras dos diosas la bondad de dejarnos durante un rato?
—Examíname concienzudamente —dijo Hera mientras se daba vuelta lentamente y exhibía su figura magnífica—, y recuerda que si me declaras la más bella te haré Señor de toda Asia y el hombre más rico del mundo.
—Yo no me dejo sobornar, señora... Muy bien, gracias. Ya he visto todo lo que necesitaba ver. ¡Ahora ven, divina Atenea!
—Aquí estoy —dijo Atenea, avanzando con decisión—. Escucha, Paris: si tienes el sentido común suficiente para concederme el premio haré que salgas victorioso en todas tus batallas, y que seas el hombre más bello y sabio del mundo.
—Soy un humilde pastor, no un soldado —replicó Paris—. Puedes ver con tus propios ojos que la paz reina en toda Lidia y Frigia y que no se disputa la soberanía del rey Príamo. Pero prometo considerar imparcialmente tu aspiración a la manzana. Ahora puedes volver a ponerte tus ropas y tu yelmo. ¿Estás lista, Afrodita?
Afrodita se acercó a él despacio y Paris se ruborizó porque se puso tan cerca que casi se tocaban.—Examíname cuidadosamente, por favor, sin pasar nada por alto... Por cierto, en cuanto te vi me dije: «A fe mía, éste es el joven más hermoso de Frigia. ¿Por qué pierde el tiempo en este desierto cuidando un ganado estúpido?» ¿Por qué lo haces, Paris? ¿Por qué no vas a una ciudad y vives una vida civilizada? ¿Qué puedes perder casándote con alguien como Helena de Esparta, que es tan bella como yo y no menos apasionada? Estoy convencida de que, cuando os hayáis conocido, ella abandonará su hogar, su familia y todo para ser tu amante. Habrás oído hablar de Helena ¿no?
—Nunca hasta ahora, señora. Te quedaré muy agradecido si me la describes —contestó Paris.
—Helena tiene una tez bella y delicada, pues nació del huevo de un cisne. Puede alegar que su padre es Zeus, le gustan la caza y la lucha y causó una guerra cuando era todavía niña. Y cuando llegó a la mayoría de edad todos los príncipes de Grecia aspiraron a su mano. Ahora está casada con Menelao, hermano del rey supremo Agamenón, pero eso no es un inconveniente, pues puedes conseguirla si quieres.
—¿Cómo es posible si está ya casada?
—¡Caramba, qué inocente eres! ¿Nunca has oído que es mi deber divino arreglar esa clase de asuntos? Te sugiero que recorras Grecia con mi hijo Eros come guía. Cuando lleguéis a Esparta él y yo procuraremos que Helena se enamore perdidamente de ti.
—¿Estás dispuesta a jurarlo? —preguntó Paris, excitado.
Afrodita juró solemnemente y Paris, sin pensarlo más, le concedió la manzana de oro. Pero incurrió en el odio encubierto de Hera y Atenea, quienes se alejaron tomadas del brazo a preparar la destrucción de Troya, mientras Afrodita, sonriendo pícaramente, se preguntaba cómo podía cumplir mejor su promesa.
Poco después Príamo envió a sus sirvientes en busca de un toro del rebaño de Agelao. Iba a ser el premio en los juegos fúnebres que se celebraban anualmente en honor de su hijo difunto. Cuando los sirvientes eligieron el toro mejor, Paris sintió de pronto el deseo de asistir a los juegos y corrió tras ellos. Agelao trató de retenerlo: «Tú tiene tus corridas de toros particulares. ¿Qué más puedes desear?», le dijo, pero Paris insistió y al final Agelao le acompañó a Troya.
En Troya era costumbre que al terminar la sexta vuelta de la carrera de carros los que se habían presentado para intervenir en el pugilato comenzasen a luchar delante del trono. Paris decidió competir y, a pesar de las súplicas de Agelao, salió a la liza y ganó la corona, por puro valor más bien que por habilidad. También ganó la carrera pedestre, lo que exasperó tanto a los hijos de Príamo que le desafiaron a correr otra; y así conquistó la tercera corona. Avergonzados por su derrota pública, decidieron matar a Paris y pusieron guardias armados en todas las salidas del estadio, mientras Héctor y Deífobo le atacaban con sus espadas. Paris corrió a protegerse en el altar de Zeus y Agelao se acercó corriendo a Príamo, gritando: «¡Majestad, ese joven es tu hijo perdido hace tiempo!» Príamo llamó inmediatamente a Hécabe, quien, cuando Agelao mostró el sonajero que había encontrado en las manos de Paris, confirmó su identidad. Fue llevado triunfalmente al palacio, donde Príamo celebró su regreso con un gran banquete y sacrificios a los dioses. Sin embargo, tan pronto como los sacerdotes de Apolo se enteraron de la noticia anunciaron que Paris debía ser ejecutado inmediatamente, pues de otro modo Troya perecería.. Le informaron de ello a
Príamo, quien contestó: «¡Prefiero que caiga Troya a que muera mi hijo maravilloso!».
Los hermanos casados de Paris le instaron poco después a que tomara una esposa, pero él les dijo que confiaba en que Afrodita le elegiría una, pues se lo suplicaba todos los días. Cuando se convocó a otro consejo para tratar del rescate de Hesíone, pues las gestiones pacíficas habían fracasado, Paris se ofreció voluntariamente para encabezar la expedición si Príamo le proporcionaba una flota grande y bien tripulada. Añadió astutamente que si no conseguía llevar de vuelta a Hesíone, quizá podría llevar a una princesa griega de la misma categoría como rehén por ella. Su deseo secreto era, por supuesto, ir a Esparta para sacar de allí a Helena.
Ese mismo día Menelao llegó inesperadamente a Troya y preguntó por las tumbas de Lico y Quimereo, los hijos de Prometeo con la atlántida Celeno; explicó que el remedio que le había prescrito el oráculo de Delíos para una peste que hacía estragos en Esparta era ofrecerles sacrificios de héroes. Paris agasajó a Menelao y le pidió, como favor, que le purificara en Esparta, pues había matado accidentalmente al joven hijo de Antenor, Anteo, con una espada de juguete. Menelao accedió y Paris, por consejo de Afrodita, encargó a Pereció, hijo de Tectón, que construyera la flota que Príamo le había prometido; el mascarón de proa de la nave capitana debía ser una Afrodita sosteniendo a un Eros en miniatura. El primo de Paris, Eneas, hijo de Anquises, accedió a acompañarle. Casandra, con la cabellera suelta, predijo la conflagración que causaría el viaje, y Helena se mostró de acuerdo, pero Príamo no hizo caso de ninguno de sus hijos proféticos. Ni siquiera Enone logró disuadir a Paris de su viaje fatal, aunque lloró cuando le dio el beso de
despedida. «Vuelve a mí si te hieren —le dijo ella—, pues solamente yo puedo curarte».
La flota se hizo a la mar, Afrodita envió un viento favorable y Paris llegó pronto a Esparta, donde Menelao le agasajó durante nueve días. En el banquete Paris entregó a Helena los regalos que había llevado de Troya, y sus miradas desvergonzadas, fuertes suspiros y señas audaces le causaron una gran turbación. Tomando la copa de ella, ponía los labios en la parte del borde por donde ella había bebido; y en una ocasión encontró las palabras «Te amo, Helena», escritas con vino en la mesa. A Helena le aterraba que Menelao pudiera sospechar que alentaba la pasión de Paris, pero como Menelao no era observador, se embarcó alegremente para Creta, donde tenía que asistir a las exequias de su abuelo Catreo, dejando que Helena agasajara a los huéspedes y gobernara el reino durante su ausencia.
Helena se fugó con Paris esa misma noche y se entregó a él amorosamente en el primer puerto de escala, que era la isla de Cránae. En la tierra firme, frente a Cránae, se halla el altar de Afrodita Unidora, fundado por Paris para celebrar esta ocasión. Algunos dicen falsamente que Helena rechazó sus requerimientos y que él se la llevó por la fuerza mientras ella cazaba; o haciendo una incursión súbita en la ciudad de Esparta; o disfrazándose de Menelao con la ayuda de Afrodita. Ella abandonó a su hija Hermíone, que tenía entonces nueve años de edad, pero se llevó a su hijo Plístenes, la mayor parte de los tesoros del palacio y oro por valor de tres talentos robado en el templo de Apolo; así como cinco sirvientas, entre ellas dos ex reinas, Etra, la madre de Teseo, y Tisadie, la hermana de Pirítoo.
Cuando se dirigían a Troya una gran tormenta enviada por Hera obligó a Paris a hacer escala en Chipre. Desde allí navegó a Sidón, donde le agasajó el rey, al cual, instruido ya en los métodos del mundo griego, asesinó y robó traidoramente en la sala de los banquetes. Mientras embarcaban el cuantioso botín le atacó un grupo de sidonios; Paris los rechazó tras un sangriento combate y la pérdida de dos navios, y continuó su viaje. Como temía que le persiguiera Menelao, se detuvo durante varios meses en Fenicia, Chipre y Egipto, pero por fin llegó a Troya y celebró su boda con Helena. Los troyanos la acogieron bien, embelesados por su belleza, y un día, al encontrar en la ciudadela troyana una piedra que goteaba sangre cuando se la frotaba con otra, la reconoció como un poderoso afrodisíaco y la utilizó para mantener encendida la pasión de Paris. Más todavía: toda Troya y no solamente Paris se enamoró de ella y Príamo juró que nunca la dejaría irse.
Según una versión completamente distinta, Hermes robó a Helena por orden de Zeus y la confió al rey Proteo de Egipto; entretanto una Helena fantasma, hecha con nubes por Hera (o, según dicen algunos, por Proteo) fue enviada a Troya junto a Paris, con el único propósito de provocar la lucha.
Según la versión de los sacerdotes egipcios, no menos improbable, la flota troyana fue desviada de su ruta por el viento y Paris desembarcó en las Salinas, en la desembocadura canópica del Nilo. Allí hay un templo de Heracles, al que acuden los esclavos fugitivos, los cuales, a su llegada, se dedican al dios y reciben ciertas marcas sagradas en su cuerpo. Los sirvientes de Paris se refugiaron en ese templo y, después de conseguir la protección de los sacerdotes, le acusaron de haber raptado a Helena. El guardián canópico se enteró del asunto e informó al rey Proteo de Menfis, quien hizo detener a Paris y ordenó que lo llevaran ante él, juntamente con Helena y el tesoro robado. Tras un severo interrogatorio, Proteo desterró a Paris, pero retuvo a Helena y el tesoro en Egipto hasta que Menelao fuera a recogerlos. En Menfis hay un templo de Afrodita Extranjera que, según se dice, le dedicó personalmente Helena. Helena le dio a Paris tres hijos: Bunico, Agano e Ideo, todos los cuales murieron en Troya cuando eran todavía niños de pecho a consecuencia del derrumbamiento de un techo; y una hija llamada también Helena. Paris había tenido un hijo llamado Corito con Enone, y ésta, celosa de Helena, lo envió para que guiara hasta Troya a los griegos vengadores.
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