Atlante y Prometeo: Mar y Fuego

Prometeo, el creador de la humanidad, a quien suelen contar entre los siete Titanes, pudo haber sido hijo de Eurimedonte, o bien de Jápeto con la ninfa Clímene. Sus hermanos eran Epimeteo, Atlante y Menecio.

El enorme Atlante era el mayor de los hermanos, y conocía todos los fondos marinos; gobernaba un reino que contaba con una costa escarpada, incluso más grande que Asia y África juntas. Esta tierra, conocida como la Atlántida, se extendía más allá de las Columnas de Heracles y estaba separada del lejano continente por una seguidilla de islas colmadas de frutales. Sus habitantes canalizaban el agua y cultivaban una enorme llanura central con el agua que bajaba de las montañas que la rodeaban por todas partes, menos por una grieta abierta al mar. Se dice que también construyeron palacios, baños, hipódromos, grandes puertos y templos; y llevaron la guerra no sólo en dirección al oeste, hasta el lejano continente, sino también hacia el este, llegando a Egipto e Italia. Los egipcios suelen decir que Atlante era uno de los hijos de Poseidón, cuyas cinco parejas de gemelos varones juraron fidelidad a su hermano con la sangre de un toro sacrificado en el altar; y también dicen que en un comienzo eran seres muy virtuosos, que soportaban con fortaleza el peso de sus grandes riquezas en oro y plata. Pero determinado día la avaricia y la crueldad se apoderó de todos ellos y, con el permiso de Zeus, los atenienses los derrotaron sin ayuda y le pusieron fin a su poderío. Al mismo tiempo, los dioses enviaron un diluvio que, en un solo día y una sola noche, sumergió a toda la Atlántida, de tal forma que las obras del puerto y los templos quedaron sepultados bajo el lodo y las olas sobre la ciudad se hicieron innavegables e implacables.


Atlante y Menecio lograron sobrevivir y se unieron a Crono y los Titanes en su infructuosa guerra contra los dioses del Olimpo. Zeus mató a Menecio con su rayo y lo envió al Tártaro, pero perdonó la vida a Atlante, condenándolo a sostener el cielo sobre sus hombros durante toda la eternidad.

Atlante era el padre de las Pléyades, las Híades y las Hespérides, y ha estado sosteniendo el cielo desde aquel entonces, menos en una ocasión en que Heracles le relevó temporalmente de esta tarea. Algunos sostienen que Perseo petrificó a Atlante y lo convirtió en el monte Atlas enseñándole la cabeza de la Gorgona, pero olvidan que Perseo es considerado por una amplia mayoría un antecesor lejano de Heracles.

Prometeo, siendo más sabio que Atlante, previó el resutado de la Titanomaquia y por tanto prefirió luchar del lado de Zeus, convenciendo a Epimeteo para que hiciese lo mismo. En realidad, era el más sabio de su raza, y Atenea le enseñó arquitectura, astronomía, matemáticas, navegación, medicina, metalurgia y otras artes útiles que él mismo transmitió a la humanidad. Pero Zeus, que había decidido exterminar a toda la raza humana, y después salvarlos sólo por la urgente intercesión de Prometeo, se irritó porque su talento y aptitudes iban en aumento.

Un día en que tuvo lugar una disputa en la ciudad de Sición sobre qué partes de un toro de sacrificio debían ofrecerse a los dioses y cuáles otras deberían reservarse para los hombres, Prometeo fue invitado a actuar de árbitro. Así pues, desolló y descuartizó un toro y luego cosió su piel formando dos bolsas de boca ancha que llenó con lo que había cortado. En una de ellas puso toda la carne, pero la ocultó bajo el estómago, que es la parte menos tentadora del animal; la otra la llenó con los huesos, escondidos bajo una gruesa capa de grasa. Cuando invitó a Zeus a elegir una de las dos bolsas, éste, cayendo fácilmente en el engaño de las apariencias, eligió la bolsa que contenía los huesos  y la grasa (que aún hoy sigue siendo la porción dedicada a los dioses), pero castigó a Prometeo, que se estaba riendo de él a sus espaldas, privando a la raza humana del fuego. -¡Que se coman su carne cruda!, gritó.

Prometeo se dirigió rápidamente a Atenea, suplicándole que le dejara entrar en secreto en el monte Olimpo, a lo que ella accedió. Al llegar, encendió una antorcha con el carro ígneo del Sol y arrancó de éste un trozo de carbón al rojo que insertó en el hueco nudoso de una cañaheja gigante. Luego apagó la antorcha, salió a hurtadillas y devolvió el fuego a la humanidad.

Zeus juró vengarse. Le ordenó a Hefesto que hiciera una mujer de arcilla, a los Cuatro Vientos que le infundieran vida y a todas las diosas del Olimpo que la engalanaran. Esta mujer, Pandora, la mujer más bella jamás creada, fue enviada como regalo de Zeus a Epimeteo bajo la custodia de Hermes. Sin embargo Epimeteo, que había sido advertido por su hermano de que no aceptara ningún obsequio de Zeus, se excusó educadamente y no lo aceptó. Más enfurecido aún por el desaire, Zeus hizo encadenar a Prometeo desnudo a una columna en las montañas del Cáucaso, donde un buitre voraz le devora el hígado constantemente año tras año. Y no hay fin a su dolor, porque cada noche, cuando Prometeo está expuesto al frío y heladas insoportables, su hígado vuelve a regenerarse entero.

 Pero Zeus, poco dispuesto a admitir que había actuado de manera vengativa disculpó su salvajismo haciendo circular una noticia falsa: que Atenea había invitado a Prometeo al Olimpo para tener una aventura secreta con él.

Epimeteo, alarmado por el destino que había corrido su hermano, se apresuró a casarse con Pandora, quien había sido hecha tan tonta, malévola y perezosa como bella. Al poco tiempo ella destapó un ánfora sobre la cual Prometeo había pedido a su hermano que no abriera nunca, en la que había conseguido encerrar con gran esfuerzo a todos los males que podían infestar a la raza humana: la Vejez, el Trabajo, la Enfermedad, la Locura, el Vicio y la Pasión. Todos ellos salieron de la caja en forma de nube, penetrando a Epimeteo y Pandora en todas las partes de sus cuerpos, y atacando luego a todos los mortales. A pesar de todo, la Esperaza Falaz, que Prometeo también había encerrado en el ánfora les convenció, con sus mentiras, para que no cometieran un suicidio general.


Los gigantes Alóadas: Oto y Efialtes

Efialtes y Oto fueron hijos bastardos de Ifimedia. Enamorada del dios de las profundidades, Poseidón, Ifimedia solía agazaparse en la orilla del mar para recoger a las olas en sus propias manos y derramar el agua en su regazo; fue así que logró quedar encinta. Sin embargo, Efialtes y Oto eran conocidos como los Alóadas, porque Ifimedia se casó después con Aloeo, que había sido rey de la Asopia beocia por su padre Helio. Los Alóadas crecían un codo de anchura y una braza de altura por año, y cuando aún contaban con tan sólo nueve años de edad (y, por ende, con nueve codos de anchura y nueve brazas de altura) le declararon la guerra al Olimpo. Efialtes juró por las sagradas aguas del río Estigia que ultrajaría a Hera, mientras que su hermano Oto juró lo mismo con respecto a Ártemis.

Habiendo resuelto que Ares debía ser el primer prisionero, los Alóadas marcharon rumbo a Tracia, lo desarmaron, lo maniataron y lo hicieron prisionero en una vasija de bronce que ocultaron en la casa de su madrastra Eribea, pues su madre ya para entonces había muerto. Luego comenzaron el asedio al Olimpo, haciendo un baluarte para su ataque colocando el monte Pelión encima del monte Ossa, y amenazaron luego con arrojar otras montañas al mar hasta convertirlo en desierto. Su confianza era tal porque se les había profetizado que ningún hombre ni dios podría matarles.

Por sugerencia del dios Apolo, Ártemis mandó un mensaje a los Alóadas, afirmando que si desistían del asedio, se reuniría con ellos en Naxos y se sometería allí a los deseos de Oto. Aunque éste último rebosaba de alegría, Efialtes se sintió celoso y furioso, ya que no había recibido promesa similar de parte de Hera. Estalló entonces una lucha tremenda en Naxos, adonde llegaron juntos, pues el celoso Efialtes insistía en que, por ser el mayor de los hermanos, tenía derecho a disfrutar él primero de Ártemis. La discusión se hizo cada vez más intensa, siendo solo interrumpida por la aparición de Ártemis en forma de paloma blanca, y cada uno de los hermanos tomó su jabalina, dispuestos a comprobar quién de los dos era el mejor tirador atravezando al ave con su lanza. Cuando la paloma se arrojó sobre ellos en picada, veloz como el viento, pasando entre ambos hermanos, soltaron sus jabalinas y se atravezaron el uno al otro. Ambos murieron en el acto, justificando así la profecía de que no morirían por la mano de ningún hombre ni dios. Sus cuerpos fueron transportados hasta Antedón para ser enterrados, pero los habitantes de Naxos aún les rinden honores de héroes. Además, también son recordados como los fundadores de la beocia Ascra y como los primeros mortales que adoraron a las Musas del Helicón.

Terminado el asedio del monte Olimpo, Hermes obligó a Eribea a liberar a Ares, todavía encerrado en la vasija de bronce y encontrándose ya al borde de la muerte. Se dice que las almas de los hermanos Alóadas descendieron hasta el Tártaro, siendo confinadas a una columna mediante cuerdas anudadas confeccionadas con víboras vivas. Es allí donde todavía siguen sentados, espalda contra espalda, mientras Estigia acecha severamente desde lo alto de la columna, para recordar el incumplimiento de los juramentos realizados en su nombre.

Los terribles hijos de Equidna

 Unida junto a Tifón, Equidna dio a luz a una horrible descendencia: Cerbero, el perro de tres cabezas que guardaba la entrada a los dominios de Hades; la Hidra, la sierpe acuática con varias cabezas que habitaba en Lerna; la Quimera, una monstruosa cabra con cabeza de león y cuerpo de serpiente que exhalaba fuego; y Ortro, el perro de dos cabezas de Geríones, que yació con su propia madre y engendró en ella a la Esfinge y el León Nemeo. 

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Eros y Psique

    Se cuenta que hubo un rey quien tenía tres hijas de singular belleza. La menor, Psique (que en griego significa alma), era tan hermosa que llegó a ser admirada como si fuese Afrodita encarnada. Despechada la diosa del Amor al ser comparada con una simple mortal, envió a su hijo Eros para que, en forma de horrible monstruo, terminara con la infeliz. Poco después, las hermanas mayores de Psique contrajeron matrimonio y como ésta no encontraba pretendiente, su padre consultó al Oráculo, escuchando con espanto cómo éste le ordenaba que vistiera a su queridísima hija con las galas nupciales y la dejara en la cima de una montaña abandonada a su suerte, porque el Destino había predestinado a la joven como goce de un horrible ser dotado de una ferocidad extraordinaria y ante el cual temblaba el propio Zeus.

    El rey, entre los gemidos y lamentos familiares, acompañó a su cándida hija, ajena al futuro que le esperaba, a la cima de la montaña que le había señalado el Oráculo, y allí la dejó sola en espera de su fatal destino. Sin embargo, al llegar la noche, el Céfiro la condujo a un amenísimo prado florido al lado del que se levantaba un maravilloso palacio dorado. Sirvientes invisibles acompañaron a Psique, que no podía dar crédito a sus ojos.
    "¿Dónde estoy?", preguntó perpleja la dulce doncella, al no distinguir a nadie ni en los jardines ni en las salas del palacio.
    "Donde serás amada y tus deseos se verán satisfechos", murmuró una voz a su oído.
    Y en efecto, como al conjuro de su capricho, resonaban músicas, se le ofrecían vestiduras, joyas y banquetes. Llegada la noche, acudió el misterioso esposo a ejercer los deberes conyugales. Psique, aunque creía que el ser era un monstruo, notaba una extraña dulzura, una embriaguez de los sentidos; no había en ella repulsión física hacia el misterioso ser; más bien que deforme, parecía de formas proporcionadas. Cuando el día estaba a punto de irrumpir se alejaba para no ser visto. ¿Quién era, cómo era? Psique le importunaba con súplicas y caricias para obtener respuesta, pero él nunca accedió a satisfacer su natural curiosidad.
    "¿No somos felices así?" -le decía-. Pues no te atormentes queriendo saber quién soy, porque en el momento mismo de conocerme se destruiría nuestra felicidad."

Eros y Psique, by ShampooNeko
    Pasó el tiempo y, ante la angustia de sus padres, sus hermanas visitaron a la joven y la incitaron a que matase a su marido, pues lo consideraban un monstruo, maligno entre los malignos. Psique no accedió a este consejo, solamente tenía curiosidad por saber de quien se trataba y, sobre todo, cómo era realmente. Llena de valor, una noche tomó un candil y temblorosa contempló al ser más maravilloso de la creación, que nada tenía de monstruoso; se acercó embelesada hasta él para acariciarlo, cuando, ¡oh fatalidad! sin querer se derramó una gota ardiente del candil que tembloroso sostenía. Y Eros, que ya se había enamorado perdidamente de su víctima, desapareció en dirección a los espacios etéreos.

    Psique se encontró de nuevo en lo alto de la montaña en donde su padre la había dejado. Los jardines y el palacio también habían desaparecido. Psique, en efecto, intentó suicidarse y se lanzó a las aguas del río más próximo, pero éste la transportó dulcemente a la otra orilla. Respuesta de esta fatal intención, Psique se dedicó a recorrer el mundo en búsqueda de su amado, que había sido llamado al orden por su madre y aunque, por el momento, se hallaba recluido en el palacio de ésta, no por ello dejaba de proteger invisiblemente a su amada. Por otra parte, la diosa del Amor perseguía encarnizadamente a la joven y al encontrarla la vejó, la humilló y la sometió a las más espantosas pruebas, todas ellas superadas con éxito con ayuda de su queridísimo Eros.

    El amor hizo que pronto Eros perdonara a Psique su veleidad de desear conocerlo tal como era y, no pudiendo más, voló al Olimpo para rogar a Zeus que le permitiese vivir con su amada. Al comprobar aquel cariño tan inmenso, el Padre de los dioses no tuvo más remedio que consentir. Zeus llamó a Psique y le hizo comer la ambrosía y beber el néctar en presencia de todos los dioses, con lo que la joven se convirtió en inmortal. Con asistencia de todo el Olimpo se celebraron las bodas sagradas de Psique y Eros; Afrodita no tuvo más remedio que aceptar los hechos consumados. De esta manera, irreversiblemente, quedaron unidos para siempre el Amor y el Alma.


Zagreo

    Zeus engendró en secreto a su hijo Zagreo en Perséfone, antes de que fuera llevada al mundo subterráneo por su tío Hades, y ordenó a los hijos de Rea, los Curetes cretenses, o Coribantes, como les llaman algunos, que vigilaran su cuna en la cueva de Ida, donde saltaban a su alrededor chocando sus armas, tal como habían saltado alrededor del propio Zeus en Dicte. Pero los Titanes, enemigos de Zeus, se cubrieron de yeso blanco hasta quedar irreconocibles y esperaron a que se durmieran los Curetes, y a medianoche atrajeron a Zagreo fuera de la cueva ofreciéndole juguetes tan infantiles como un cono, una bramadera, manzanas doradas, un espejo, una taba y un ovillo de lana. Zagreo se mostró valiente cuando se abalanzaron sobre él con intención de matarlo, transformándose varias veces para engañarlos: primero como Zeus cubierto con una piel de cabra, luego como Crono haciendo llover, como león, caballo, serpiente con cuernos, un tigre y un toro. En ese instante los Titanes lo sujetaron fuertemente por los cuernos, lo despedazaron con sus dientes y devoraron su carne cruda.

    Atenea interrumpió el horrible banquete poco antes de que acabara y, rescatando el corazón de Zagreo, lo guardó en una figura de yeso en la que insufló vida, y así Zagreo se hizo inmortal. Sus huesos fueron recogidos y enterrados en Delfos, y Zeus fulminó a los Titanes con su rayo.


Circe, diosa del amor maligno

    Otro de los hijos de Helios fue Circe, considerada en algunos mitos helénicos como diosa del Amor maligno. Famosa por sus encantos y maleficios, se casó con el rey de los Sármatas, pero envenenó a su marido y se fue a vivir a la isla de Ea donde, tras servirse de ellos, convertía en animales a todos los náufragos que terminaban allí, humillándolos continuamente.

    Odiseo llegó a la isla con sus compañeros y Circe transformó a éstos en puercos, salvándose el héroe gracias a cierta hierba que le había dado Hermes, pero que no impidió el embrujamiento, con lo cual Odiseo pasó todo un año en la isla junto a Circe, olvidando a su mujer y su patria. Finalmente, logró vencer el hechizo y retornó a la forma humana a sus compañeros. Odiseo logró marchar y la malévola Circe quedó despechada.

    Se dice que de la unión de Circe y Odiseo nacieron varios hijos, algunas versiones hablan de uno, otras hablan de dos y otras hasta de tres. La versión más ajustada se refiere a dos: Telégono, un varón que en la mitología romana fundó la ciudad de Túsculo, y una mujer, Casífone

Una leyenda posterior hace morir a Circe a manos de Telémaco, hijo de Odiseo.

Fuentes para el estudio de la Mitología Griega

    En primer lugar mencionaremos Los trabajos y los días y la Teogonía, obras atribuidas por la generalidad de eruditos al poeta Hesíodo, cuya vida se suele situar entre los siglos VIII y VII a.C., y que pretendió narrar con encendidos versos los orígenes de los dioses y de los hombres a semejanza de inspiradas sinfonías dedicadas a Zeus como padre y jefe de dioses y mortales. A Hesíodo se le otorga también la paternidad del poema incompleto Catálogo de las mujeres, así como del Escudo de Heracles, relato este último de las hazañas del popular héroe.

    A continuación hay que colocar los dos grandes poemas épicos, la Ilíada y la Odisea, cuya última redacción (en especial el último) parece ser de la mano del poeta Homero (su nombre recuerda probablemente la condición de ‹‹ciego››, en griego o meros = ‹‹el ciego››), siglo VIII a.C. Sin embargo, su gestación, particularmente la de la Ilíada habría que situarla hacia el año 1000 a.C.
    
    Tras estas grandes fuentes básicas, debemos situar cronológicamente los denominados Himnos homéricos, treinta y tres poemas conservados, compuestos en honor de los diversos dioses, escritos quizás entre fines del siglo VIII o comienzos del VII a.C. el más antiguo, y el siglo V o IV a.C. (en griego-ateniense) el último, y colocados (lógicamente no por su paternidad, sino por su influjo) bajo la ‹‹advocación›› del gran y controvertido poeta Homero.

     Seguimos por mencionar al más grande poeta lírico de la Grecia clásica: Píndaro. Sus Odas o poemas, dedicados a los vencedores de los juegos Olímpicos, se hallan llenos de relatos mitológicos o alusiones a los mismos. Muchos mitólogos consideran a Píndaro tan relevante en este campo como el propio Hesíodo.

    Importante es también la transposición mítica realizada por las excepcionales figuras de la tragedia griega que se mueven entre los siglos VI y V a.C.: Esquilo, Sófocles y Eurípides.

    Asimismo, ofrece frecuentemente referencias a los mitos el forjador de la comedia ateniense: Aristófanes (siglos V y IV a.C.) y lo propio realiza Herodoto, ‹‹padre de la historia››, y el filósofo Platón (427-347 a.C.).

    Durante el período denominado helenístico, surgido a la muerte de Alejandro Magno con los generales sucesores que se repartieron su vasto imperio (siglos III-I a.C.), aparecen recopilaciones de relatos mitológicos en forma de resúmenes. La más importante es la parte conservada con el nombre de la Biblioteca, atribuida a Apolodoro, gramático ateniense.

    Paralelamente se desarrolló la poesía alejandrina, por haberse desplazado el centro cultural de Grecia a Alejandría, en Egipto. Apolonio, procedente de la isla de Rodas, junto con una pléyade de poetas alejandrinos y mitógrafos nos ha transmitido los mitos por temas. Entre otros sobresalen: Eratóstenes de Cirene, Partenio de Nicea, Conon, Teócrito, Dión y Mosco.

    Finalizaremos este repertorio mencionando a Pausanias (siglo II d.C.), incansable viajero y autor de la primera ‹‹guía turística›› que con toda justicia puede recibir tal nombre. En ella nos relata las leyendas conservadas de los lugares que visitó, con una seriedad tan absoluta que nos hace dudar de la credibilidad en ellas por parte del propio autor.

    A partir de aquí, las fuentes mitológicas cruzan la frontera de lo helenístico para adentrarse en el mundo romano.

El mito de Aracne

    Existió una doncella de Lidia, en Asia Menor, llamada Aracne. La joven había alcanzado un grado de perfección tan extraordinario en el arte de tejer y bordar que parecía que nadie podía superarla. Atenea -que había enseñado a los mortales tan difícil arte-, deseosa de conocer a tan aventajada discípula, se presentó ante ella disfrazada de anciana y, aunque alabó su técnica, le aconsejó que fuera más modesta. 
 
     Sin embargo, Aracne se engreyó todavía más y llegó a desafiar a la misma diosa. Ésta se dio a conocer y la competición comenzó. Atenea representó en la tela varias historias en las que revelaba una maravillosa pericia y originalidad. Le tocó el turno a Aracne y llegó a superar, si cabe, a la propia diosa; pero sus temas representados eran verdaderas caricaturas con tintes burlescos de los amores de Zeus y los olímpicos. Encolerizada por su impiedad -y en parte por celos- Atenea propinó a Aracne tan terrible golpe en la cabeza que la locura anidó de pronto en ella. 

    Poco después, la antaño soberbia muchacha intentó ahorcarse, pero Atenea, que era justa pero no apuraba nunca su venganza, impidió el suicidio y metamorfoseó a Aracne en araña. La joven no cambió de gustos y continuó tejiendo sin cesar sus telas. 

Narciso, el vanidoso

    Narciso era tespio, hijo de la ninfa azul Liríope, a la que el dios fluvial Cefiso había rodeado en una ocasión con las vueltas de su corriente y luego violado. El adivino Tiresias le dijo a Liríope, la primera persona que consultó con él: «Narciso vivirá hasta ser muy viejo con tal que nunca se conozca a sí mismo.» Cualquiera podía excusablemente haberse enamorado de Narciso, incluso cuando era niño, y cuando llegó a los dieciséis años de edad su camino estaba cubierto de numerosos amantes de ambos sexos cruelmente rechazados, pues se sentía tercamente orgulloso de su propia belleza.

    Entre esos amantes se hallaba la ninfa Eco, quien ya no podía utilizar su voz sino para repetir tontamente los gritos ajenos, lo que constituía un castigo por haber entretenido a Hera con largos relatos mientras las concubinas de Zeus, las ninfas de la montaña, eludían su mirada celosa y hacían su escapatoria. Un día en que Narciso salió para cazar ciervos, Eco le siguió a hurtadillas a través del bosque sin senderos con el deseo de hablarle, pero incapaz de ser la primera en hablar. Por fin Narciso, viendo que se había separado de sus compañeros, gritó:
—¿Está alguien por aquí?
—¡Aquí! —repitió Eco, lo que sorprendió a Narciso, pues nadie estaba a la vista.
—¡Ven!
—¡Ven!
—¿Por qué me eludes?
—¿Por qué me eludes?
—¡Unámonos aquí!
— ¡Unámonos aquí! —repitió Eco, y corrió alegremente del lugar donde estaba oculta a abrazar a Narciso. Pero él sacudió la cabeza rudamente y se apartó:
—¡Moriré antes de que puedas yacer conmigo! —gritó.
—Yace conmigo —suplicó Eco.
Pero Narciso se había ido, y ella pasó el resto de su vida en cañadas solitarias, consumiéndose de amor y mortificación, hasta que sólo quedó su voz.

    Un día Narciso envió una espada a Aminias, uno de sus pretendientes más insistentes, y cuyo nombre lleva el río Aminias, tributario del río Helisón, que desemboca en el Alfeo. Aminias se mató en el umbral de Narciso pidiendo a los dioses que vengaran su muerte.

    Ártemis oyó la súplica e hizo que Narciso se enamorase, pero sin que pudiera consumar su amor. En Donacón, Tespia, llegó a un arroyo, claro como si fuera de plata y que nunca alteraban el ganado, las aves, las fieras, ni siquiera las ramas que caían de los árboles que le daban sombra, y cuando se tendió, exhausto, en su orilla herbosa para aliviar su sed, se enamoró de su propio reflejo. Al principio trató de abrazar y besar al bello muchacho que veía ante él, pero pronto se reconoció a sí mismo y permaneció embelesado
contemplándose en el agua una hora tras otra. ¿Cómo podía soportar el hecho de poseer y no poseer al mismo tiempo? La aflicción le destruía, pero se regocijaba en su tormento, pues por lo menos sabía que su otro yo le sería siempre fiel pasara lo que pasase.


    Eco, aunque no había perdonado a Narciso, le acompañaba en su aflicción, y repitió compasivamente sus «¡Ay! ¡Ay!» mientras se hundía la daga en el pecho, y también el final «¡Adiós, joven, amado inútilmente!» cuando expiró. Su sangre empapó la tierra y de ella nació la blanca flor del narciso con su corolario rojo, de la que se destila ahora en Queronea un ungüento balsámico. Éste es recomendado para las afecciones de los oídos (aunque puede producir dolores de cabeza), como un vulnerario y para curar la congelación.

Helios, dios primordial del Sol

    Helio, hijo de Eurifesia o Tía, la de ojos de vaca, y el Titán Hiperión, es hermano de Selene y Eos. Despertado por el canto del gallo, que le está consagrado, y anunciado por Eos, recorre diariamente el firmamento en su carro tirado por cuatro caballos desde un palacio magnífico en el lejano oriente, cerca de Cólquide, hasta un palacio igualmente magnífico situado en el lejano oeste, donde sus caballos desenganchados pacen en las Islas de los Bienaventurados. Navega de vuelta a su hogar a lo largo del océano que fluye alrededor del mundo, embarcando su carro y sus caballos en un transbordador dorado hecho para él por Hefesto y duerme durante toda la noche en un camarote cómodo.
 
    Helio puede ver todo lo que sucede en la tierra, pero no es muy buen observador; en una ocasión ni siquiera advirtió el robo de su ganado sagrado por los compañeros de Odiseo. Tiene varios rebaños de ese ganado, cada uno de los cuales se compone de trescientas cincuenta cabezas. Los que están en Sicilia se hallan a cargo de sus hijas Faetusa y Lampecia, pero mantiene su rebaño mejor en la isla española de Eriteya. Rodas es su dominio absoluto. Sucedió que cuando Zeus otorgaba islas y ciudades a los diversos dioses se olvidó de incluir a Helio entre ellos y exclamó: «¡Ay!, ahora tendré que comenzar todo de nuevo».
—No, señor —le replicó Helio cortésmente—, hoy he observado señales de una nueva isla que emerge del mar al sur del Asia Menor. Ya me contentaré con eso.
 
    Zeus llamó a la parca Láquesis para que fuese testigo de que la nueva isla pertenecería a Helio, y cuando Rodas emergió claramente de las aguas, Helio la reclamó y engendró allí siete hijos y una hija con la ninfa Rodo. Algunos dicen que Rodas existía antes de esa época y volvía a emerger de las aguas después de haber sido sumergida por el gran diluvio enviado por Zeus. Los telquines eran sus habitantes aborígenes y Poseidón se enamoró de uno de ellos, la ninfa Halia, con quien engendró a Rodo y seis hijos. Esos seis hijos insultaron a Afrodita cuando pasó de Citera a Pafos, y ella hizo que enloquecieran; violaron a su madre y cometieron otros delitos tan detestables que Poseidón los hundió bajo tierra y se convirtieron en los Demonios Orientales. Pero Halia se arrojó al mar y fue deificada como Leucótea, aunque la misma fábula se relata de Ino, madre del corintio Melicertes. Los telquines, previendo el diluvio, se alejaron por el mar en todas direcciones, especialmente con destino a Licia, y abandonaron sus derechos sobre Rodas. En consecuencia, la ninfa Rodo quedó como la única heredera y los siete hijos que tuvo con Helio gobernaron la isla después de su reaparición. Llegaron a ser astrónomos famosos y tenían una hermana llamada Electriona que murió virgen y ahora se le rinde culto como semidiosa. Uno de ellos, llamado Actis, fue desterrado por fratricidio y huyó a Egipto, donde fundó la ciudad de Heliópolis y fue el primero que enseñó a los egipcios la astrología, inspirado por su padre Helio. Los rodios construyeron entonces el Coloso, de setenta codos de altura, en su honor. Zeus agregó también a los dominios de Helio la nueva isla de Sicilia, que había sido un proyectil lanzado en la guerra con los gigantes.

Hero y Leandro

    Hace mucho tiempo vivía en la antigua Grecia, en la ciudad de Sesto, junto al Peloponeso, una hermosa doncella llamada Hero, consagrada a Afrodita, admirada y cortejada por Apolo y Eros. Cierto día, hallándose ocupada en sus tareas de sacerdotisa en el templo de la diosa del Amor, vio al bello Leandro, que humildemente había acudido a llevar sus ofrendas al recinto sagrado. A partir de entonces el corazón de Hero latió solo por Leandro y éste, que también había sido cautivado por la doncella, le confesó su amor con la alegría de saberse correspondido por Hero. Leandro tenía su casa paterna en Abidos, población situada frente a la de su amante y cuyas dos orillas formaban el Helesponto (actual estrecho de los Dardanelos, en Turquía).

    Como tantas veces ha sucedido, los padres de los dos jóvenes se opusieron rotundamente al casamiento y sembraron el camino de dificultades. Finalmente, un día advirtieron muy seriamente a sus respectivos hijos que sus entrevistas debían terminar para siempre.

    Pero tan fuerte fue el amor que había surgido entre ambos, que desobedecieron las recomendaciones de sus progenitores y lo planearon todo para seguirse viendo en secreto. Por medio de una linterna-farol colocada en la ventana al caer la noche, Hero avisaba a Leandro, quien se encontraba en la orilla opuesta del estrecho, de que no había ningún peligro y que el camino estaba libre para poder ir a visitarla. Todos los días, en cuanto Leandro veía brillar la luz del farol a lo lejos en la ventana de su amada, se arrojaba ansioso al Helesponto y lo cruzaba a nado para poder reunirse con su queridísima Hero.

    Así gozaron de su amor los dos jóvenes durante un tiempo. Una y otra vez Leandro desafiaba a la muerte en las encrespadas olas del mar, animado por la dulce recompensa que solícita le esperaba no sin cierta angustia. Pocas horas de la noche podían permanecer juntos, por miedo a que los padres de Hero les sorprendieran, y en cuanto veía rayar el alba, Leandro regresaba apesadumbrado a su casa, pero con la esperanza de que aquel corto espacio de tiempo volvería al día siguiente.

    Así se vieron durante un buen tiempo, hasta que una noche, mientras Leandro se hallaba cruzando el río a pleno nado, se desencadenó un fuerte vendaval que hizo apagar la lámpara por la que se guiaba. Esta circunstancia impidió su regreso, y el joven decidió dejar la visita para cuando el tiempo amainara. Fue así que el animoso muchacho, que había iniciado la travesía de vuelta a su hogar redobló sus esfuerzos, pero las embravecidas olas terminaron con su vida.

    Al día siguiente al amanecer, Hero, angustiada, había acudido a la playa intentando recibir noticias de su amado, cuando una enorme ola depositó a Leandro a sus pies con el consiguiente terror de la muchacha. Hero no pudo soportar aquella pérdida, que lo era todo para ella y decidió marchar en su busca, arrojándose a su vez a las turbulentas aguas que apenas se habían amansado.

Las nueve musas que presidieron las nueve artes de Apolo


Nombre
Arte
Atributos
CALÍOPE
Poesía Épica y Elocuencia
Tablillas y estirete
CLÍO
La Historia
Trompeta heróica y Clepsidra
TALÍA
La Comedia
Bastón de Hércules y máscara cómica
MELPÓMENE
La Tragedia
Máscara trágica y Bastón de Hércules
TERPSÍCORE
El Baile
La cítara
ERATO
Poesía Amorosa
La pequeña cítara
EUTERPE
La Música
La flauta
POLIMNIA
La Pantomima y la Armonía
El cetro
URANIA
La Astronomía
El globo celeste y el compás

Principales Dioses Mitológicos con sus atribuciones y equivalencias romanas



Nombre griego
Atribución
Nombre romano
CRONOS
Dios del Tiempo
SATURNO
GEA
Diosa de la Tierra
TELLUS
ZEUS
Dios del Universo
JÚPITER
HERA
Diosa del Matrimonio
JUNO
ATENEA
Diosa de la Sabiduría
MINERVA
ÁRTEMIS
Diosa de la Caza
DIANA
APOLO
Dios de las Artes, de la luz del Sol y de la Belleza
FEBO
HERMES
Mensajero y Dios del Comercio
MERCURIO
ARES
Dios de la Guerra
MARTE
HEFESTO
Dios del Fuego
VULCANO
AFRODITA
Diosa de la Belleza
VENUS
EROS
Dios del Amor
CUPIDO
POSEIDÓN
Dios del Mar
NEPTUNO
HESTIA
Diosa del Fuego Sagrado
VESTA
DEMÉTER
Diosa de la Agricultura
CERES
DIONISO
Dios del Vino
BACO
ASCLEPIOS
Dios de la Medicina
ESCULAPIO
HADES
Dios de los Muertos y los Infiernos
PLUTÓN
PERSÉFONE
Diosa de los Infiernos
PROSERPINA
HERACLES
Héroe divinizado
HÉRCULES